En la orilla derecha
perteneciente a Minglanilla primero
nos topábamos con las Casas del Puente
(de hierro), junto a los propios Cuchillos, donde
vivían el tío Otilio y tía Felicia, familiares
de Crescencia. Río abajo se ubicaban las
Casas de en Medio donde moraban el
tío Félix y Eloísa, Andrés “el Pelirrojo”, Desiderio
y Juan Ramón. Las últimas huertas antes
de los tollos de la Fonseca estaban las
casas de Las Viudas donde vivían Basilio, Servanda,
Isidora, Calamares, una sobrina de
Miguel Solís (apodada “La señorita”) y la propia
familia de Crescencia antes descrita.
En la margen izquierda del Cabriel, término de
Venta del Moro, cercano a Los Cuchillos, se
encontraba el conglomerado mayor de casas
que se denominaba la Casa del Pino o La
Fonseca, donde vivían Antonio Requena, Victoriano
Pérez, Celso Sierra, Celestino (alcalde pedáneo
que vivía en la Central), Valentín y
Carmen y el tío Gallo. Río abajo aún se
encuentran las casas del tío Chicuelo y su mujer.
Todas las casas y huertos en la orilla derecha eran
propiedad de Miguel Solís (farmacéutico de
Minglanilla) y en la parte de Venta del Moro
de los Gabaldones. Era común en el río que
casi todas las casas pertenecieran a unos pocos
propietarios y que fueran habitadas por sus
colonos. En 1894, en los cincuenta y cinco kilómetros
del Cabriel venturreño, se hallaban otras
cincuenta y cinco casas que estaban en
manos de sólo cuatro propietarios: José Morró
Aguilar con tres casas en La Fonseca; Antonio
Tendero Serrano con tres casas en La Fonseca
y cinco en Los Cárceles; José Enrique Serrano
Morales con siete casas en Los Cárceles y
José María Martínez de Pisón
con diecinueve casas en Santa
Bárbara y otras catorce en
El Retorno 1.
¿Cómo era la vida en La Fonseca? Crescencia
la recuerda agradablemente,
aunque no sería
fácil. Las familias trabajaban las
huertas y pegujales de
sus propietarios. Cultivaban tomates,
calabazas, cebolla y
el preciado azafrán que aún
Crescencia guarda en una arca. Además,tenían oliva y cebada. El
preciado trigo se cultivaba
en bancales más arriba (no en la huerta),
ganándole terreno al monte, rompiendo romero
y pinos con permiso del amo.
Cultivaban también en la parte venturreña y pasaban
con dos machos la mies por el vado del
río para la era de Las Viudas. La aceituna la
llevaban al molino de Venta del Moro (unos
veintiún kilómetros) para evitar las requisas, subiendo
las empinadas cuestas por la Fuente
de la Oliva y el Moluengo. Llevaban conjuntamente
la aceituna de las Casas del Medio
y de Las Viudas, pues en todo el valle sólo
había un carro.
Para el riego, una presa tras el puente (aguas abajo)
proporcionaba el agua a la parte venturreña. En
la orilla de Minglanilla, una rueda con
su caz traía el agua del Cabriel a Las Viudas. La
noria la arreglaban generalmente los carpinteros
de Minglanilla: Carlos González y
Valentín Espada. Todos los años se hacía la limpia
del caz entre los vecinos. En las Casas de
Medio, sin embargo, subían el agua con motor.
Por cierto, Valentín y Crescencia aún disfrutan
del derecho de captación de aguas del
Cabriel tal como les confirmó en su día el propio
ministro Corcuera.
Había un horno moruno en la Casa del Pino de
carácter comunal y dos hornos morunos más
en Las Viudas. Crescencia se extasía cuando
recuerda lo bueno que era el pan que ellos
mismos cocían, hacían el “desanche” y
rememora las canastas llenas de hogazas, pero
recuerda también cuánto les costaba producir
el trigo y molerlo. Lo molían en Vadocañas
en el Molino de la Coba o de los Tontos:
“pero que no eran tontos” afirma con contundencia
Crescencia.
La familia de Crescencia, para completar la economía
familiar, poseía también colmenas, cerdos,
gallinas, pavos y corderos. Hacían matanza
de cerdo para su conserva tradicional en
orza y corderos que se hacían en salón. Crescencia
se enorgullece de que su padre era
muy honrado y el amo (el citado Miguel Solís)
le tenía mucha confianza y les dejaba cultivar
más terreno.
Se entristece cuando recuerda una gran riada en
los años 30 que fue un desastre para las
huertas y llegó a cambiar el lecho del río que
se escoró más hacia la parte de Venta del Moro.
Sucedido esto, el amo le dio al padre de
Crescencia más huertas para llevar en la parte
más arriba del río y compensar la pérdida. La
familia lloró sin consuelo cuando el indomable
Cabriel de la época se les llevó las huertas.
El pescado lo tenían en la propia puerta, pues pescaban sobre
todo barbo con ansón de sarga con
trigo y, en menor cantidad, trucha. Defauna recuerda las cabras
y águilas. Para beber se
abastecían del propio Cabriel, gracias a sus
límpidas aguas, que también eran aprovechadas para
lavar con losas en el caz.
En la Guerra Civil, veían pasar los ganados por
la propia Fonseca ya que se desviaban de la
vereda para evitar decomisos.
La difícil accesibilidad al valle y su escaso poblamiento complicaban
la existencia de servicios públicos.
No había escuela, ni maestro público,
así que para aprender a leer y escribir recuerda
que venía un capitán de la marina que
estaba acantonado en Contreras, al que
sucedió posteriormente Alfonso Ballesteros “el
Gallo”. En la casa de Crescencia, sus tres
hermanas sabían leer y escribir, pero ella prefería
ir al campo antes que a clase.
El médico nunca pasaba por la zona y cuando la
cosa no era grave se acudía a remedios caseros, y
así, Crescencia rememora que cuando le
dolía el brazo se aplicaba sal, vinagre y alcohol
de romero.
Cementerio no había en todo el valle: los de la
orilla de Venta del Moro los enterraban en la
Venta y los de Minglanilla en Minglanilla. Nadie
moría en la aldea, pues cuando estaban enfermos
se los llevaban al pueblo.
A pesar de la humildad de los caseríos, en aquella
época ya disfrutaban de luz eléctrica, gracias
a la central de luz que estaba cerca de
la Casa del Pino y que se distribuía hasta el
propio Venta del Moro. A Las Viudas les llegaba
una luz de muy baja intensidad por medio
de un cable raquítico. Por la zona de Los
Cuchillos se explotaban también cuatro hornos
de cal por una misma familia.
Valentín, que ha sido el gran hachero del Cabriel y
conoce el río como su propia palma de la
mano, nos describe como era el acceso deMinglanilla hasta el
Valle cuando iba a ver a la
novia. Cuando el puente de hierro de los Cuchillos
perdió sus maderas, antes de realizar los
túneles, iban a Contreras cruzando un pontón
de palos y ramas estrecho donde cabía una
caballería, pero no un carro. Por este pontón
se cruzaba de la orilla de Venta del Moro
a la de Minglanilla, donde por senda se llegaba
hasta Contreras. Valentín, indignado, recuerda
como durante unos años un propietario ha
impedido el acceso al Valle. Él fue el primero
en entrar cuando tras una manifestación la
valla se retiró. Hay que recordar que el
tío Balsas es un hombre de convicciones bien
asentadas, republicano de pura cepa, que
sigue luciendo orgulloso la bandera tricolor en
su casa.
Rememora Valentín la peligrosa bajada de maderas
que hizo hacia 1950 con gancherosviejos en la Hoz de Vicente
para sacar la madera
en Vadocañas, aprovechando que estaba
llano. Habían estado cortando pinos en
el cañar de Malabia y debido a la compleja orografía
de las Hoces, tal como ya había advertido
el tío Balsas, se formó un enorme tapón
de maderas con gran peligro para los gancheros.
En una maderada, a su paso por la
Fonseca, los gancheros le regalaron un gancho
a su suegro
Crescencia recuerda también la ermita de San Antonio de Padua,
que sigue en pie en el término venturreño aunque en muy mal
estado 2. La ermita sólo se abría el 12 de junio por los jóvenes
para limpiarla y el 13 de junio para hacerle la misa a San
Antonio de Padua por el cura de Venta del Moro. Ese día también
se realizaba la procesión del santo en la que se subastaban las
andas. Valentín pagó cinco años para que Crescencia llevara las
andas. La fiesta era para los habitantes de las dos orillas del
Valle y acudían también de Mirasol y Contreras. En la fiesta no
faltaba Antonio “el Turrunero” de Utiel y un acordeonista de
Vadocañas. Además, se hacían los adornos florales llamados
vergeles para San Antonio con trigo y araza y utilizando un
cuévano para tapar la luz.
Otra fiesta que se celebraba era la de la Candelaria. Al
atardecer se quemaban matorrales, romeros, monte bajo y se
podaban pinos y sabinas, pero nunca se talaban árboles. Después
se realizaban hogueras grandes y se rivalizaba entre las
orillas: “Esa no vale que es de salvao y la mía de harina”.
Los domingos eran los días en que los viejos jugaban al truque
y las mujeres a la chueca.
Los recuerdos no paran, mientras se sigue sirviendo (e
ingiriendo) condumio gracias a la hospitalidad de los
anfitriones.
En La Fonseca, la vida se fue apagando poco a poco y los
habitantes tuvieron que ir dejando el valle que carecía de las
infraestructuras mínimas para disfrutar de una mejor vida. En
1950, en la orilla venturreña ya sólo quedaban veintisiete
personas y en la década de los sesenta todos se habían marchado
ya. Ahí quedan las casas medio derruidas, las huertas asaltadas
por la vegetación ribereña, la belleza de un río límpido y la
memoria de los últimos habitantes del Valle. Gracias Valentín y
Crescencia (y Fidel).
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